Muchas veces, nos enfrascamos en pequeñeces que nos suceden a nosotros o a alguien cercano. Sucesos que pueden causar enojo, tristeza, aflicción, alegría, etc. Puede ser cualquier situación de la vida cotidiana.
La verdad es que cada día, cada hora que pasa, hay personas que están discutiendo por algo, muchas veces cosas simples, como un plato sucio, el perro, problemas ajenos, cualquier cosa insignificante, que llega a valer en cuestión de segundos más que la vida de alguien, más que una amistad, más que el matrimonio, más que un hijo, más que lo más valioso que se debe apreciar en este mundo.
Es lamentable que pleitos que no tienen razón de ser terminen en desgracias. Y reflexionamos hasta que ya hemos herrado. Por consiguiente, sabiendo que estamos equivocados, tendemos a mantener una actitud negativa como demostrando que tenemos la razón.
Nos atrevemos a dar un tremendo show delante de los demás, sin importar el ridículo que armemos. Nuestro mal carácter muchas veces nos pone en vergüenza, porque se nos olvidan las consecuencias que pueden tener nuestras acciones.
Cuando nos damos cuenta, nos hemos defraudado a nosotros mismos, a nuestra familia y a nuestros amigos. Hemos destruido lo que en mucho tiempo edificamos. Es cierto, todos tenemos un carácter propio, que puede ser fuerte o débil, pero si pensamos antes de actuar, las cosas podrían ser diferentes.
Jesucristo nos dejó un nuevo mandamiento, el cual dice que hay que amar a nuestros enemigos. Sea que nos los hayamos buscado o no. Lo importante es vivir de una manera digna, como Dios quiere, y si los demás se portan de una manera ofensiva atacante no es necesario actuar como ellos.
Debemos guardar la calma, a lo mejor los demás lo vean y reconozcan su error, aunque digan que nadie los manda o que serán como quieren ser. No es fácil, mantener la calma, pero tampoco imposible, tenlo por seguro. De lo contrario, la Biblia no dijera que: honra le es al hombre (o mujer) pasar por alto las ofensas.