Alejandra tenía 22 años. Durante su niñez y adolescencia, los de su colonia la consideraban como una persona amigable, honesta y tranquila. Sus padres la llevaban a la iglesia desde niña. Fue presidenta de jóvenes durante dos años y allí conoció a su esposo. Ambos tenían buena reputación.
Tiempo después, se vieron obligados a mudarse a otro lugar, debido a que su esposo no encontraba trabajo. Dejaron de asistir a la iglesia, porque las que había en la nueva colonia no pertenecían a la misma denominación de la suya. Él encontró trabajo como vigilante de una farmacia.
Los primeros días, trataban de entenderse el uno al otro y se contaban lo que habían hecho durante el día. Al parecer, todo iba bien. Se convirtieron en padres y se sentían felices de ello. El joven encontró otro trabajo de vigilante donde también se trabajaba 48 horas, pero la paga era mucho mejor.
Su hijo cumplió un año. Lo celebraron en compañía de los vecinos y amigos. Y, al igual que en las películas, uno de los invitados llevó una botella de alcohol. La pareja pensó que un año lejos de la iglesia representaba un año lejos de Dios y que, a lo mejor, él ya se había olvidado de ellos.
Poco a poco fueron embriagándose y no se daban cuenta de todo lo que decían y hacían. Los invitados fueron yéndose hasta quedar solo ellos y la criatura. De pronto, ella dijo a él que no le había gustado cómo lo había mirado la hija del panadero. El muchacho le contestó en forma de reclamo, asegurando que, como todo el día pasaba lejos de casa, no sabía qué hacía ella a sus espaldas.
Por primera vez, se gritaron el uno al otro y se acusaban de cosas que ni siquiera eran verdad. Pero había una razón: estaban ebrios. Estado en el que nunca se habían encontrado ni conocían. La discusión se puso más ardiente, a tal grado que, aquella fiesta concluyó con la disputa por la criatura. Se pusieron como locos y terminaron clavándole un cuchillo de cocina en el pecho a su hijo. Aquella fiesta fue una tragedia.
Esto pasó cerca de mi casa. Hoy, ellos están en la cárcel por homicidio. Pero he cambiado sus nombres. Esta historia nos deja una verdadera lección. El alcohol no es amigo de nadie. No debemos culpar a Dios de las cosas que hacemos, ya sea por estar bajo los efectos de drogas, alcohol o simplemente cuando estamos muy enojados.
La Palabra de Dios nos enseña en el Proverbio 23:31-33 que “No veas al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor. Tus ojos mirarán cosas extrañas, y tu corazón hablará perversidades.” Es una manera que Dios utiliza para advertirnos de los efectos que trae caer en las garras del alcohol. Sería bueno que en vez de ingerir bebidas embriagantes, mejor nos embriagáramos del amor de Dios, el cual da vida y vida en abundancia.
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